para isidora,
valentina y raúl couto pombo y, por supuesto, ubagesner.
28 de mayo de 1976. Yo regresaba de la
escuela en el 522 hacia la casa de mis abuelos, con quienes vivía. Todos los
días pasaba frente a la casa de Suárez, donde vivía el dictador de turno. Todos los días veía a los militares
apostados en sus casetas. Mi túnica sucia. Mi cabeza en cosas importantes: los
chocolondos, el Caballero Rojo, Ultraseven y
el terror a los ovnis que aparecían en la tele: unos enanitos chiquitos que
decían habían aterrizado no sé en dónde. Mi viejo no vivía con nosotros. Mi
vieja había muerto tres años antes. Mis abuelos y la húmeda soledad de la
casona de Vaimaca eran mi mejor compañía. No recuerdo mucho más. Era casi
feliz. Bajé en la esquina, como todas
las tardes. Caminé hacia la casa, a mitad de cuadra, donde siempre me esperaba
mi abuela. Allí estaba ella. También mi abuelo. Y también una camioneta y
varios militares. No recuerdo sus caras ni sus voces. Solo las armas. Grandes y
opacas. Solo que estaban dentro de casa. Gritando. Sólo que mi abuela les
ordenó que bajaran las armas. Que yo era sólo un niño. Y accedieron. No
recuerdo más.
16 de Marzo de 2006. Estoy en la comuna
de Providencia en Santiago de Chile. Hablo a través de mi computador. Es cerca
de mediodía. Pido por Valentina y me presento. Soy el nieto del hombre que le
llevó su enterito de regalo el día que los militares secuestraron a su padre.
El nieto del hombre que quiso advertirle a su padre que el portón negro del
jardín de nuestra casa abría hacia afuera. El nieto del hombre que vió cuando
los militares golpearon a su padre contra la camioneta y él sólo atinó a decir
que ese paquete era una ropita, un regalo para Valentina, en la calle Máximo Gómes,
lléveselo, por favor. Y así lo hizo. Mi abuelo salió a recorrer el barrio y esquivando el miedo, preguntó casa por casa y entregó el paquete. Y años después pusieron un placa en memoria
de Ubagesner Chaves Sosa en la esquina de casa, en la misma parada del ómnibus
que tomaba cada día para ir a la escuela. Mi abuelo volvió varias veces
atragantado de bronca tras declarar en infinidad de comisiones inoperantes en
el Palacio Legislativo. Creo que siguió en contacto con Isidora, la esposa de
Chaves. Creo que conoció a Valentina cuando creció. Mi padre nunca supo de la
historia hasta hace poco. Mi abuela nunca se refirió al tema y hoy una
enfermedad no le permite recordar ni siquiera quien soy yo. Mi abuelo murió
tras un empacho de naranjas hace 14 años. Y Valentina estuvo treinta años
esperando tan solo para despedirse de su padre. Hoy, que identificaron los restos de su padre y los puede enterrar, decidí llamarla no sé muy
bien por qué. Fue un acto egoísta de necesidad vital. Y ella contestó el
teléfono. Quería decirle que compartiera su dolor con nosotros para que le
duela menos, pero se que eso es imposible de decir y, menos aún, de hacer.
Quería decirle que de alguna manera la justicia llegará, pero eso en realidad
suena más a política de consuelo que a certeza del alma. Entonces, le dije que
mi abuelo nunca había dejado de hablar de su padre y del regalo para su hija.
Nunca lo había olvidado. Le pedí su mail y corté.
Vuelvo a casa. Son más de
las siete de la tarde. Atravieso las montañas de la pre-cordillera de Santiago.
Hay una cola interminable de luces rojas delante de mí. No sé cuantas decenas
de coches y más coches. Es un otoño seco y sin demasado smog. A algunos
quilómetros de distancia hay una mujer presidente en La Moneda, apenas en su
cuarto día de gobierno. Recibió la banda presidencial de manos del primer
presidente socialista que termina su mandato en Chile. Ella también es socialista. Prometió lealtad a la
Constitución el sábado 11 de Marzo del 2006. Al otro día fue al cementerio a
llevarle flores a su padre, el general Bachelet. Se cumplían 32 años de su
muerte. Había fallecido de un paro cardíaco después de una sesión de torturas.
Dijo que sintió mucha rabia y odio durante años. Que ahora lo transformó en
algo positivo. No habló de perdón. En su
primer discurso dijo que no hay mañana sin ayer y que no olvidará nunca. Ahora los autos avanzan
delante de mí. Y suena una canción que se llama “Raptame del fin”.
Inevitablemente pienso en Valentina otra vez.
No sé nada más de Valentina. Ni su
edad, ni si tiene hijos, ni que hace, ni donde vive. Tengo dos fotos de ella
frente a mí que acabo de bajar de internet. Y el recuerdo de su voz al
teléfono. Intento tratar de terminar de escribir estas líneas en homenaje a su
dolor y al de su madre. Y en homenaje a ese regalo de cumpleaños que su padre
le mandó entregar a través de mi abuelo. Quiero creer que en los momentos de
suplicio ese hombre era raptado de su terrible fin imaginando la sonrisa de su
hija al recibir el regalo. Pienso en las ‘Nanas de la cebolla’ de Miguel
Hernández. Nunca debe haber sido un consuelo, pero sí un alivio. Estas líneas
deben terminar aquí. Me levanto y me miro al espejo. Y ya no veo a aquel niño
de túnica blanca y moña azul que soñaba caballeros rojos y chocolondos
exquisitos. Mi hijo me llama para cenar con su mejor acento chileno. Al
mirarlo, me doy cuenta que, definitivamente, nunca podremos perdonar. Menos aún, olvidar.
(Publicado originalmente en Marzo de 2006, Semanario Brecha, Uruguay)