Descubrí
hace poco que esa enorme T de tristeza que a veces me acompaña -curiosamente
y de a ráfagas- convive en inquietante
armonía con la T de tranquilidad.
Inicialmente,
debo reconocerlo, me incordiaba esa familiaridad entre ambas y, más aún, que
convivan en mí sin autorización mediante. Hoy, sin embargo, me he dado cuenta
que la tristeza, además de dolor puro y cortante, trae consigo una considerable
carga de sabiduría. Sabiduría al pedo, pero sabiduría al fin y al cabo.
Esta reflexión
tampoco me lleva a algún lado que, al menos, me sirva para algo. Por ende he
llegado a otra terrible conclusión: es preferible ser más tonto y estar menos
triste. O expresado en forma de deseo navideño: preferiría ser un estúpido total
si eso significara la derrota del causante de la actual tristeza.
Sin embargo,
les garantizo que a veces la acumulación de tristeza también ilumina al ser: por ejemplo, hace
minutos y sin demasiado esfuerzo, acabo de responderme la madre de todas las
preguntas: qué es Dios. Así es: Dios es nuestro plan B. O por lo menos el plan
B de muchos millones de personas. El problema es que no sé qué tipo de plan B
es. No tengo la menor idea. Pero, de todas maneras, es ese plan B que aparece
cuando ya no tiene remedio tu plan A. Era tan simple y la Biblia, un libro tan
largo, nunca supo explicarlo tan bien…
Hablando de
Dios, mi padre me enseñó a creer y, sin darse cuenta, también a no creer. En
realidad, creo que mi padre cambió la D de Dios por la de Dignidad en sus prioridades
y no soy yo -menos en estos momentos de cataclismos personales- el indicado
para afirmar que no haya tenido parte de razón. Es más, tal vez uno
tenga que perder parte de su dignidad en el momento de abandonar sus planes A,
B o C con tal de sobrevivir sin vergüenza y abrazado a Dios. Tal vez uno tenga
incluso que aceptar más planes B (o más dioses) en nuestra vidas, con tal de
salvarse a tiempo. Y dejar de ser tan digno a cambio de ser más sano y longevo.
Sin embargo, no hay Dios que te garantice una vida decente, ni que hablar de
una muerte digna. Entonces, algo sigue fallando. Necesitamos un plan C.
Mi padre en
lo que sí dice creer fervientemente es en la adaptabilidad del ser humano a
circunstancias adversas. Y de cómo sobrevive a ellas. Y pienso que no es más
que una forma muy elegante de aceptar la importancia de seguir planes B, C, D y
Z en nuestras vidas sin dejar de mostrarnos dignos ante el terror, dejando de lado el plan maestro que imaginamos
y no vamos a alcanzar porque la muerte nos persigue antes de hora, atrapando a tiempo un plan diferente. Aunque ese
plan sea Dios. Aunque no sea digno. Aunque sea un plan B. De esta forma seremos más tontos, pero
estaremos menos tristes. ¿O acaso no muchos creen en Dios para ello: para que
nos duela menos y sentir que sabemos más aunque no tenemos certeza de nada? En
esos días de tristeza con T mayúscula, reconozco que a veces me gustaría creer
en él: soñar en que existe y que encontraremos un plan B perfecto. Una salida
digna.
Una
tranquilidad hermosa y sin tristeza.
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