martes, 25 de diciembre de 2012

SOBRE DIOSES Y CAMBIO DE PLANES


Descubrí hace poco que esa enorme T de tristeza que a veces me acompaña -curiosamente y  de a ráfagas- convive en inquietante armonía con la T de tranquilidad.

Inicialmente, debo reconocerlo, me incordiaba esa familiaridad entre ambas y, más aún, que convivan en mí sin autorización mediante. Hoy, sin embargo, me he dado cuenta que la tristeza, además de dolor puro y cortante, trae consigo una considerable carga de sabiduría. Sabiduría al pedo, pero sabiduría al fin y al cabo.

Esta reflexión tampoco me lleva a algún lado que, al menos, me sirva para algo. Por ende he llegado a otra terrible conclusión: es preferible ser más tonto y estar menos triste. O expresado en forma de deseo navideño: preferiría ser un estúpido total si eso significara la derrota del causante de la actual tristeza.

Sin embargo, les garantizo que a veces la acumulación de tristeza  también ilumina al ser: por ejemplo, hace minutos y sin demasiado esfuerzo, acabo de responderme la madre de todas las preguntas: qué es Dios. Así es: Dios es nuestro plan B. O por lo menos el plan B de muchos millones de personas. El problema es que no sé qué tipo de plan B es. No tengo la menor idea. Pero, de todas maneras, es ese plan B que aparece cuando ya no tiene remedio tu plan A. Era tan simple y la Biblia, un libro tan largo, nunca supo explicarlo tan bien…

Hablando de Dios, mi padre me enseñó a creer y, sin darse cuenta, también a no creer. En realidad, creo que mi padre cambió la D de Dios por la de Dignidad en sus prioridades y no soy yo -menos en estos momentos de cataclismos personales-  el indicado  para afirmar que no haya tenido parte de razón. Es más, tal vez uno tenga que perder parte de su dignidad en el momento de abandonar sus planes A, B o C con tal de sobrevivir sin vergüenza y abrazado a Dios. Tal vez uno tenga incluso que aceptar más planes B (o más dioses) en nuestra vidas, con tal de salvarse a tiempo. Y dejar de ser tan digno a cambio de ser más sano y longevo. Sin embargo, no hay Dios que te garantice una vida decente, ni que hablar de una muerte digna. Entonces, algo sigue fallando. Necesitamos un plan C.

Mi padre en lo que sí dice creer fervientemente es en la adaptabilidad del ser humano a circunstancias adversas. Y de cómo sobrevive a ellas. Y pienso que no es más que una forma muy elegante de aceptar la importancia de seguir planes B, C, D y Z en nuestras vidas sin dejar de mostrarnos dignos ante el terror,  dejando de lado el plan maestro que imaginamos y no vamos a alcanzar porque la muerte nos persigue antes de hora,  atrapando a tiempo un plan diferente. Aunque ese plan sea Dios. Aunque no sea digno. Aunque sea un plan B.  De esta forma seremos más tontos, pero estaremos menos tristes. ¿O acaso no muchos creen en Dios para ello: para que nos duela menos y sentir que sabemos más aunque no tenemos certeza de nada? En esos días de tristeza con T mayúscula, reconozco que a veces me gustaría creer en él: soñar en que existe y que encontraremos un plan B perfecto. Una salida digna.

Una tranquilidad hermosa y sin tristeza. 

jueves, 6 de diciembre de 2012

BARQUITOS DE PAPEL


Hay instantes de paz tan ordinariamente simples que te salvan la vida.

Entonces se transforman en hitos de felicidad  fugaz, diminuta e inmensa que  toman una relevancia extraordinaria si logras atraparlos para tí.

Son gestos y momentos inconscientes de su valor terapéutico.

El “tots al camp” me da más fuerza que las pastillas;  la simplicidad obvia de “You and I” de Lady Gaga me cobija más que un padrenuestro; el tercer gol de Fábregas recibiendo el pase de Iniesta y mirando de reojo a Messi me ilumina la tarde oscura como ni la palabra de Jesús podría hacerlo; Natalia disfrazada de ratoncito es una inyección de sangre en mi corazón; Nicolás interpretando a un sauce es una grúa levántandome del subterráneo del dolor; Isabel durmiendo a mi lado es el mar de calma ante la angustia que dejan los restos del naufragio personal que se avecina.

La tempestad de la tristeza te deja ciego y te ahoga.

Así estoy: ciego y ahogándome de a ratos.

Y si todavía floto es gracias a estos (y otros) barquitos de papel que me transportan.

(Gracias Teddy Rocker por tu mensaje, espero que también tengas tus barquitos a flote)

miércoles, 5 de diciembre de 2012

T DE TRISTEZA


Tengo una tristeza así de grande, con t mayúscula. Con t de Tabaré temblando de terror.

Con t de temor en el futuro, de transnoche sin dormir, de tiempo perdido y tarea pendiente. Con una t de tumor terminal. Con una t de te-puede-pasar.

Con una t de tarde nos dimos cuenta, ¿te acordás del talud en la amsterdam y del tablero de ajedrez?

Con una t de tajo, temporal, tóxico, trauma y tos, mucha tos.

Tengo una tristeza así de profunda, con una t terminal-temblorosa-tempestad-tétrica-terrible-tormentosa-trágica, una t de tinieblas.

Una t sin tregua-tesoro-tibieza-tratamiento. Una t de terapias-teorías y telescopios. Una t de tobogán, de tentáculos, de tiritar

Tengo una tristeza de t que tiembla-triza-trunca-tritura-transfigura-trastorna y termina

Una t de trinchera-transfusiones-traumas-tufos-trozos. Tengo una tristeza así de profunda y terrenal, sin techo y sin tapa, que tanteo y tecleo, tangente y tensa, tiesa y sin testamento.

Tengo una tristeza de todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar.

Una tristeza con t de tal vez-tampoco-también: con t mayúscula de tumba.

Tengo una tristeza con t de túnel, sin luz al final.

jueves, 22 de noviembre de 2012

EN EL NOMBRE DE MI PADRE


En el nombre de mi padre: pido tiempo.

Pido tiempo a cambio de recuperar el tiempo perdido. Pido tiempo para el egoísmo del amor desperdiciado, de los reproches mundanos, de la vida perdida.

No pido perdón, ni escondo la culpa: solo pido tiempo.

Yo sé que queda menos, siempre queda menos. No pido el tiempo de otros, solo un poco más de su tiempo. Yo sé que esta cuenta regresiva es parte de la vida. Y presiento, asustado,  una suerte de extraño flash forward donde me veo ahí parado en medio de una casa derruída en Aires Puros o en la Bajada de San Miguel de Barcelona o en el jardín de mi casa en Santiago, mirando hacia atrás sin nadie más en la lista de los viejos de la familia, como otro anuncio certero e ineludible de que mi tiempo también va en retirada. También, por eso, por tristeza y miedo, pido tiempo.

Pido tiempo en general no sé a qué y en particular tampoco sé a quién. (Sospecho que mi padre no aceptaría un trato con nadie y yo, lo intento, pero no puedo creer: de todas formas, pido tiempo)

Y lejos de la agonía:  pido un tiempo de luz y de chistes. De sol y de agua dulce. De nietos y de goles. De conversaciones al pedo para arreglar el mundo en los asados. De amores incondicionales despidiéndose a tiempo.

Yo sé que tuvimos cuarenta y cinco años mal usados. Yo sé que, tal vez, desperdiciamos nuestro tiempo. Y podríamos desperdiciar, sin mucho esfuerzo, otros cuarenta y cinco años más sin ponernos de acuerdo. Yo sé que llegamos tarde donde muchas veces no pasaba nada. Por eso no pido un milagro: tan solo pido un poco más de tiempo.

Un buen tiempo.

Un tiempo sano.

En nombre de mi padre y de su hijo y de los hijos de su hijo: pido tiempo.

viernes, 19 de octubre de 2012

45

Lou Reed, Bob Dylan, Keith Richards y The Clash.

Just when I thought I was out, they pull me back in!.

Cuatro rosas y Adaggio a mi país. El último punk se suicida en Putney Bridge. La lluvia cae sobre Montevideo. Sácame de aquí.

Las fotos de Mary, mi madre, y su recuerdo que no puedo recordar.

Una coca cola bien helada y un pancho de La Pasiva. Un Ricardito, chocolate por fuera y merengue de corazón.Un chivito canadiense y una pizza doblada de Can Conesa en la Plaza Sant Jaume.

El abrazo de Olga. La compañía del abuelo Raúl viendo boxeo en la tele banco y negro del comedor.La incondicionalidad de Chichita y Marta. La llamada de Yamandú. Los ojos de Elena, el aire en sus manos contra mi asma, caminado bajo la lluvia por primera vez y esas muertes que no tienen que nacer, esos cánceres que deberíamos asesinar.

Mi padre.

Punta Carretas y su rambla. Barcelona y sus ramblas.

La mano de Suárez, el ghanés errándolo, Abreu picándola adentro. Morena Gol en el último minuto de la final del 82 en Santiago. El gol de Belleti bajo la lluvia en París y a miles de kilómetros llorando solo en casa: todo lo que estaba mal tenía que cambiar. Here comes the sun: Messi contra el Manchester en Roma. Ronaldinho en el tercer gol aquella tarde en Madrid.

Pretty Vacant, Sid. Always on my mind. El Ché y Jesús, quiero pero no puedo. El Caballero Rojo. Meteoro.

Esos libros que leí y que ni sueñen dejaré salir de mí, con esos escritores que escriben tan bien como yo nunca podré escribir.

El avión de los niños. Los amigos que tuve, perdí y recuperé.

Montevideo, noviembre, el No: ganar. Juntar las firmas, votar verde y perder.

Invierno: unos bagels en Brooklyn con Isabel. Verano: Aguas Dulces con Isabel.

Mi vida con Isabel.

Toda la vida con Nicolás.

Toda la vida con Natalia.

viernes, 16 de marzo de 2012

ELENA, NICOLAS Y PAUL


Para tirar por tierra aquella teoría de que madre hay una sola, mi padre que sí es único y entre muchas gracias, también es bastante original, me dio claramente sin proponérselo conscientemente y golpeado por los navajazos de la vida, varias madres. Una de ellas fue Elena, que además de unos hermosos ojos grandotes y verdes, poseía un privilegiado talento para cantar con una afinación maravillosa las canciones de los Beatles. Elena, por sobre todos, adoraba a George. Gracias a ella escuché hasta memorizar “Abbey Road” o “With The Beatles”. Como yo no llevaba su sangre, absorbí de ella, entre otras virtudes y defectos de carácter privado, su tozudez y el amor por la música, especialmente, por los Beatles. Obviamente, durante mi adolescencia dediqué todo el tiempo posible en hacerle sentir que los Stones eran mejores que los de Liverpool, apreciación tan válida como infantil e inútil. Ella hacía caso omiso de dicha agresión sistematizada que, por cierto, abandoné con el correr de los años, no por considerarla falsa, sino, tan solo, innecesaria. Era preferible pelearse y amarse, discutir y reencontrarse por otros temas más terrenales, como así lo hicimos hasta que el cáncer la consumió en el Hospital del Mar, frente a la aguas de Barcelona, a comienzo de una primavera catalana, hace ya diez años.

En toda mi carrera y sus diferentes matices, vinculado siempre a la música de alguna manera u otra, me he preguntado sobre la utilidad de la misma. La de la música, digo, no la de mi carrera. La segunda, está claro, sólo ha servido a efectos prácticos, a la supervivencia y la adquisición de (escasos) bienes materiales perecibles y algunos de ellos heredables y útiles. La música, al margen del ejercicio económico que su intercambio comercial en diferentes variables implica de beneficioso para sus mercaderes de turno (autores, intérpretes, medios de comunicación, productores de eventos, sellos discográficos, y todo tipo de intermediarios), cumple la invalorable función intangible de llenarnos el vacío que deja la pena, acompañarnos en el goce del placer, coronar la luminosidad de ese fugaz momento de felicidad. En los vértices de los estados de ánimo, siempre he tenido una canción junto a mí. Y Elena me ayudó a conocer muchas de ellas, entre tantas, esas melodías firmadas por McCartney, Lennon y sus compinches.

Si hablamos de oportunidad y de música, Nicolás llegó a mi vida sonando como “Here Comes the Sun” y aportando, sin proponérselo, un sentido útil a la vida de su padre, tan proclive a aburrirse y perderse en sus laberintos interiores sin caminos de retorno, grisáceos, pantanosos, nihilistas. Incluso antes de nacer, Nicolás, que era como una astronauta en miniatura que nadaba en la panza de su madre -jugando con la burbujas, galopando en búsqueda del ombligo materno, flotando en la calidez de ese espacio entre las costillas y el estómago de su mamá, protegido de todo- ya bailaba nuestras canciones. Cada día que pasa y que lo veo crecer, me convenzo de que lo mejor que pude haber aportado a esta vida hasta ahora es cuidar de él y de su hermana. Luchar para que disfruten, mientras puedan, del placer de no tener que entender del todo lo que ocurre a su alrededor. Con su abuela viviendo a miles de kilómetros y muy enferma, haber tenido la diminuta posibilidad de hacer posible que compartieran dulces, juegos, abrazos, besos, gestos, paseos en la plaza y canciones durante algunas semanas fue mi mayor consuelo ante la agonía de Elena. Después de aquel encuentro entre abuela y nieto que duró cinco semanas, ella se dejó llevar y murió un mes y medio más tarde, con sus auriculares puestos, rodeada de enfermeras que iban y venían entre muertes y nacimientos, entre cables de suero y agujas. Murió con el chat abierto, con el tiempo congelado en su memoria y con una imagen de Nicolás, su nieto, bailando “Come together”.

Hace un año estuve con Nicolás en el Estadio Nacional viendo a Paul Mc Cartney, ese señor que tiene la edad de mi padre. Un show impecable del cual muchos hablaron y hablarán más y mejor que un humilde servidor. Eso sí, mientras lo escuchaba me daba cuenta que nuestras vidas han seguido rodando a la par de sus canciones en vivo, y durante todos estos años he seguido sin encontrar consuelo a mis muertes jóvenes ni en dioses, ni en científicos, ni en filósofos. Pero aquella noche de mayo, cuando sonaba “A Day in a Life” o “Hey Jude” en clave karaoke masivo dirigido por Paul bajo un cielo de celulares encendidos, parecía como si el universo hubiese girado en torno a mis fantasmas personales y en una visión redentora y brillante aparecieron, juntos y cantando abrazados para mí: Elena y Paul y Nicolás. Fue un flash emocional tan luminoso que mereció ser real. Aunque no importe la certeza de la realidad en estos casos, me quedó flotando un profunda sensación de felicidad. Esa felicidad en estado puro y fugaz que va y viene. Esa felicidad que, como tantos, persigo hace más de cuarenta y cuatro años. Esa felicidad que cada vez que la alcanzamos, se nos vuelve a escapar. Y tenemos que volver a empezar.-