martes, 26 de octubre de 2010

MERCEDES y DIEGO

Mercedes vivió 101 años. Murió el mismo día que encontraron a los treinta y tres mineros vivos bajo 700 metros. Las personas que conjugan la muerte pasan de ser sustantivos pronunciados en presente a identificarse en pasado e inmediatamente vuelven al presente, pero en otra dimensión, apropiándose de otra definición. Es decir: fueron vivos que ahora son muertos. Ese cambio de tiempo verbal y ese vacío nos angustiará , en mayor o menor grado -a quienes seguimos en presente como seres vivos- el resto de nuestros días. Una angustia conjugada en futuro.
Yo no conocí a Mercedes. A quien si conozco algo, tal vez poco, no tanto como me gustaría y debiera, es a uno de sus nietos -una persona que ha aparecido en mi vida de forma siempre abierta y también generosa, invitándome a su mesa con un café cuando pocos lo hacían-. Si como quiero creer, los muertos siguen viviendo en sus seres queridos vivos proyectándose aunque sea de a ráfagas, sin conocer en vida a Mercedes ya la conozco un poquito a través de su nieto. El cálculo es simple: si el nieto es como es en presente, en pasado Mercedes debe haber sido una buena persona. Y si esta regla fallara, me queda otro argumento: el aplauso del final en la misa de despedida de Mercedes no fue un aplauso para una persona cualquiera. Fue un aplauso lleno de vida, sin rencor ni aparente reivindicación oculta, alimentado de dedos y huesos golpeantes llenos de agradecimiento y amor. Dedos ajenos y propios que parecían tener vida más allá de sus manos. De hecho, eran dedos que querían despedirse de pie y no podían desprenderse de sus manos, por eso, les juro, que solo por eso, esa mañana los dedos solamente aplaudían. Si hubieran podido, habrían salido caminando, se hubieran abrazado, se habrían puesto a conversar…
Mercedes tiene que haber llenado de mucho amor su vida y la de su familia para producir, 101 años después, ese aplauso. Ese caminar del ataúd en las manos de varios hombres sin llanto. Con muecas de emoción. Y más aplausos. Y silencios. Y abrazos. La misa, su misa, por cierto, fue emotiva y hasta hermosa. Y eso lo dice un ateo que lucha por ser agnóstico para luego, quizás, tal vez, ojalá, luchar por creer en algo más. A pesar del cura, por cierto, la misa fue hermosa. Por las palabras de su hija. Por el olor fresco del aire del barrio. Por las calles iluminadas con un tibio sol de agosto. Y por el grueso aplauso al final de la misa. Allí estábamos varios. Sin importar nuestros mails sin contestar, nuestras reuniones pendientes, nuestros resultados empresariales sin alcanzar, nuestros tiempos siempre atrasados, nuestras agendas siempre llenas. Allí estábamos indefensos en medio de un iglesia, como la mayoría de las iglesias, demasiado grande, o con un techo demasiado lejos de nuestras cabezas y ese enorme espacio entre nosotros y el Jesús sufriente que en invierno es un espacio más helado que el frío exterior y que en verano es una extensa zona más calurosa que el tórrido verano allí fuera. Allí estábamos todos obligados a ser lo que queremos ser y nos cuesta: cercanos y humanos. Obligados a reconocer interiormente lo que somos innegablemente: seres vencibles y mortales. Mercedes nos obligó a ello: a poner un freno y pensar en lo que tratamos de no pensar. Despertamos de ese pensamiento tras el aplauso. Nunca conocí el rostro de Mercedes, pero quiero imaginar que tras ese instante, Mercedes hubiera sonreído.

Diego tenía 90 años. Dicen que de recia andadura y pensamiento innegociable. Probablemente no hubiera congeniado con Mercedes. Quién sabe si apenas se hubiesen dirigido la palabra, o un mero cruce de miradas despectivas. Tampoco lo conocí en vida y su muerte me lo acercó a través de las historias que de él contaba su nieto, otro amigo, en sus recuerdos cargados de amor y añoranza. Es ese mismo nieto que ahora lee un discurso, en esta otra misa, otro día luminoso, en otra despedida tan triste como bella.
Diego, en realidad, no es de ayer ni de mañana, sino de nunca, de la cepa hispana, diría ese poeta rojo, inevitablemente rechazado por don Diego, un falangista acérrimo, un ex combatiente voluntario de la División Azul que peleó codo a codo junto a los nazis, bajo la atenta mirada del recientemente triunfante Generalísimo Franco. Diego fue un producto, consecuencia, hijo anónimo, carne viva de esas dos Españas, una de la cuales ha de helarte el corazón. La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y de alma quieta. La misma que amó y que abandonó cuando el hambre dejó de ser una metáfora diaria para transformarse en dolor de estómago habitual. Diego perteneció a un mundo que no quiero creer que siga existiendo. Que en nombre de la cruz sembró sangre y en nombre de la sangre condenó a sus hermanos que pensaban diferente a ellos. Un mundo, bah, que sigue existiendo. A Diego le tocó la cara y no el sello. El lado de los vencedores y no el de los vencidos. Pero lejos de la gloria de la victoria y la ceguera del poder, Diego se quedó con su cerril honestidad política y moral, kamikaze, altanera, sólida, digna y a prueba de hambrunas y miserias y modas, y cambios de siglo. Ese viejo Diego, en definitiva, no hubiera sido un hombre que en vida tal vez hubiera querido conocer, ¿por qué muerto me parece entrañable? ¿Rompo la regla que construí para Mercedes y su familia sobre la transmisión de los valores y la re-configuro a partir del amor que Diego sembró a borbotones, empujones, caricias ásperas, en su familia más allá de sus creencias políticas? El resultado también estaba a la vista.
Diego decía que podía morir tranquilo, como le comentó a mi amigo, su nieto, después del agónico gol de Iniesta en la final del Mundial de Sudáfrica. Morir campéon del mundo, ¿qué más se puede pedir? Y se murió, no más. Fue un jueves, después de 90 años, y ese día llovió en la tarde y luego durante toda la madrugada. Su misa del adiós fue el sábado siguiente, inaugurando un septiembre soleado, en una iglesia hermosa, a pesar del cura. Una iglesia pequeña, moderna, acogedora, cálida. Una iglesia extraña. Y allí lo llorábamos los que lo conocieron y los que no. Con sus hijas y nietos fundidos en una abrazo de sollozos, con su mujer besando el ataúd abierto encabezado con una bandera de la comunidad valenciana. Y todos nosotros, en silencio. No sé quien era Diego, pero allí lo supe un poco. Otra vez, como con Mercedes, me lo imaginé sonriendo ante ese triunfo final de los muertos: emocionarte hasta catapultar tus recuerdos hacia los rincones del alma que uno no quiere recordar, bajarte las defensas y obligarte a callar y ver y sufrir y seguir vivos. No sé quien fue Diego, solo sé que dejó su huella. Para que la siguieran a pie juntillas o para que la cambiaran al andar. No sé quien fue Diego, tal vez érase un marinero que hizo un jardín junto al mar y se metió a jardinero y cuando estaba el jardín en flor, el marinero se fue por esos mares de Dios.-

jueves, 10 de junio de 2010

MIS AMIGOS DE FACEBOOK

Una tarde cualquiera alguien se preguntará: ¿cuál sería la aplicación ideal, la mejor de todos los tiempos, la madre de las aplicaciones de facebook, la que nadie podría dejar de viralizar? ¿Qué nombre debería llevar esa aplicación? ¿Amor, Muerte, Vida, Dinero, Sexo? ¿Podríamos descargar esta super aplicación en nuestro faceebook gratuitamente y para siempre? ¿Minimizar nuestro gadget “Todo Está OK” en nuestro escritorio y recurrir a él cada vez que lo necesitemos con el mero esfuerzo de hacer un click? ¿Si tuviéramos la posibilidad, seguiríamos ese link maravilloso que nos lleve a vivir virtualmente esa vida que en realidad nunca alcanzaremos? Esa vida mil veces mejor que Second Life, una suerte de Super Life recargada. Con amigos tan buenos como las caras que veo de mis amigos de facebook. Videos mejores que los videos que suben mis amigos de facebook. O blogs mejores que los blogs que subimos en facebook. Como este blog.


Tengo tantos y tan buenos amigos en facebook que casi no me queda tiempo para mí. Es tan plácido este mundo virtual, que no sé realmente cómo llenaba este vacío que se produce cada vez que no logro conectarme. Se ha desarrollado una vida virtual donde sabemos tanto de todos nosotros como nosostros queremos que los demás sepan. Algo. Poco. Mucho. Un pedazo. Una foto vieja. Un gusto obvio. Una afición exótica. Un estado de ánimo. Una necesidad. Una versión virtual de nosotros mismos.
Envío y recibo tantos y tan buenos mensajes en Facebook. Mensajes tan sinceros como engañosos. Galletas de la fortuna y blogs. Acertijos y aplicaciones para saber qué ciudad algún día vistaremos, que cena nunca prepararemos, que estado de ánimo queremos mostrarle al mundo cibernético. Nos encontramos en facebook y anunciamos que “es posible” que asistamos a ese evento. De hecho, un día fui (¿o creí haber ido?) a un evento de facebook. Fui de verdad. Con mi pies, mis piernas, mi cabeza y mis manos. Casi hasta mi cerebro y mi total atención estaban en ese lugar. Y allí también estaban todas mis decenas de amigos que habían prometido asistir a ese evento, que aquí y ahora dejaba de ser virtual para ser real. La sala estaba llena de amigos de facebook sin nadie. Vacía. Llena de pantallas y notebooks encendidos. Todos estaban allí. Todos estaban conectados. Calma, espacio y comodidad. Suspiré aliviado. No iban a ver mi verdadero rostro, sino la foto de perfil. Ya lo dije y ahora lo sostengo: es tan plácido este mundo virtual. Optimiza nuestro tiempo vital. Nos potencia, nos encuentra, nos reduce el riesgo a la frustración y el desengaño. Es verdad, usan nuestros datos, saben (casi) todo de nosotros. Pero, vamos, qué tanto, al fin y al cabo no es tan alto ese precio ante la posibilidad de evitar la tristeza que produce que un amigo no te conteste tres mails. Eso sí es terrible. Que tu amigo no se haga cargo de los mensajes en facebook es un poco triste (sobre todo cuando ves que sigue vivo, cambiando su foto de perfil, subiendo videos de los años 80 o comunicándose incluso a través de la página con su familia cercana). Pero si a ese amigo lo miraras cara a cara en su living comedor con lamparitas amarillas, en el bar de la esquina, en la plaza del barrio, no podría disimular el hastío de tener que responderte que no le interesas más. No podría cambiar su cara de desgano por una foto de perfil de Messi celebrando su último golazo o por los minutos finales del video de Lost mientras te rechaza. Y eso sí que sería horroroso. Facebook nos alivia ese dolor. Es tan plácido este mundo virtual que facebook nos ahorra ese malestar. Es nuestro mejor tentenpié contra la soledad y los desengaños, incluso evitándonos los malos ratos.



En algún momento del camino me perdí y perdí a algunos amigos. En realidad a casi todos. Los fui encontrando de a poco y de a trozos. Armando sus perfiles, ejecutando sus aplicaciones. Aceptando tanto sus mensajes como sus intermitencias. Sus silencios y sus llamados de atención. Igual que los míos. Y no solo gracias a facebook, por cierto (también podría hacer una columna con las virtudes del celular, el mail, los buscadores de internet, del viejo y querido teléfono…). Pero el tema de hoy es esta red social. Por eso y muchas cosas más yo odio y adoro facebook en partes iguales. Por los servicios prestados y lo impudoroso de su existencia excesiva. Adoro Internet a pesar de la sobrecarga de información que de a ratos da náuseas y atora mi cerebro. Defiendo a Google a pesar de su plan conspirativo oculto de dominio mundial… Y como de la adoración a la adicción y la locura hay una línea tan endeble, entro y salgo, voy y vuelvo. O creo que lo hago porque, está claro, estoy atrapado en la red y sobrevivo como puedo al síndrome de abstinencia. Facebook me permite, también, creer que soy libre. Que yo soy el dueño de mi libertad de acción y conexión. Que alguien lee esto y que la comunicación existe, sin límites, sin intermediarios, interactivamente. Que un dios facebook generoso me permite escribir cuando nadie quiso que yo volviera a escribir. Y me hace sentir feliz sin pedirme nada a cambio. Tan solo unos datitos que llené en el formulario y el simple acto de aceptar las condiciones de uso. Cuando nacimos nadie nos dio la oportunidad de aceptar o rechazar las condiciones de uso de esta vida. Gracias Facebook, acepté tus condiciones. Fue todo un detalle de tu parte. Ya es tarde para reclamar que no haya leído la letra chica del contrato.-

domingo, 30 de mayo de 2010

ESTAMOS TODOS PERDIDOS, se terminó LOST

UNO
Ciencia ficción de buena calidad. Viaje en el tiempo recargado. La dimensión desconocida revisitada. El espíritu de Twin Peaks en estado mutante. Apocalipsis Now sin Vietnam. Y un sin fin de referencias más. Lost fue una gran novela visual larguísima y complicada. Con unos protagonistas lo suficientemente sufridos y fashion como incongruentes, que aparecen y desaparecen de la serie, sobreviviendo en la Isla o fuera de ella; viviendo en nuestros días o cien años atrás, todo da lo mismo o no. Lost tuvo un guión tan delirantemente inverosímil que por tal motivo lo hizo altamente atractivo, además de bien escrito. Y Lost llegó al final de su última temporada como algo mucho más que meramente un fenómeno de marketing o una exitosa serie televisiva (que ya sería un punto a favor). Lost fue, sobre todo, una obra de arte mediática moderna que podría haber sido un objeto de culto pero alcanzó la masividad. Una mega película de decenas de horas mejor dirigida, actuada, escrita, editada y producida en muchos de sus capítulos que varias películas que en los últimos 6 años han ganado varios premios. ¿ Por qué el fenómeno? ¿De qué trató Lost? De muchas cosas y de nada. Lost trataba de lo que uno mismo pudiera encontrar en ella y del significado que cada uno pudiera y quisiera darle. En definitiva, fue un modelo para armar laberíntico donde todos estábamos perdidos y los creadores de la serie apenas nos ofrecían 60 minutos semanales de entretenimiento y ficción que nos dejaban más dudas que respuestas. Más escenas inconexas que lógicas. Más confusiones que certezas. Que todo esto funcionara, tuviera rating, no dejó de ser un signo de los tiempos. Lost fue un gran show. Entertainment puro. Que, además, estuviera bien hecho, te atrapara y tuviera éxito comercial… es lo que lo hizo diferente.

DOS
Es tal la maraña de la historia de Lost que pareciera hecha sin querer. Sobre la marcha. Improvisando. Al revisar el capítulo final tiendo a pensar que no fue así, que JJ Abrams, Damon Lindelof y Jeffrey Lieber y su equipo son un genios y desde el primer día sabían de qué iba y como terminaría. Es probable que durante el trayecto de estos 6 años, le sumaron tantos desvíos y le agregaron tantas cosas que de a ratos perdieran el control. Sin embargo, en reglas generales, Lost fue un viaje tan maravilloso y perfecto como estúpido y enervante; todo tiene lógica o dispara decenas de teorías inexplicables. Y como decía al comienzo, Lost está plagado de referencias: bíblicas, matemáticas, científicas, filosóficas, psicológicas, literarias, musicales… Mensajes escondidos en cada rincón. Guiños en cada instante. O falsas pistas. Lost fue el fiel reflejo de la era que vivimos: donde todo se mezcla y a veces tanta sobre-información nos deja… sin nada, vacíos. Así, también, es Lost.

TRES
En Lost los muertos viven, los vivos parecen muertos vivientes. Todos sufren. Pocos sonríen. Todos huyen de algo. Muchos mueren y algunos poco nacen y no se sabe para qué. Buscamos al Candidato, al Monstruo, al Mesías, al Némesis… Y vivimos en dimensiones o realidades paralelas. Viajes en el tiempo. Flashbacks y flashforwards. Traiciones, mentiras, destinos cruzados, amores imposibles y miserias, mucha miseria humana. Lost es una montaña rusa de miseria humana. Muy fashion y hollywoodense, pero miseria al fin y al cabo.

CUATRO
Los fanáticos de la serie tendrán cada uno su personaje preferido. Pero lo cierto es que nadie es bueno-bueno ni malo-malo. No hay un plano unidimensional en los personajes. Todos están averiados. Mal. Imperfectos. Por eso hasta el torturador Sayd fue entrañable por momentos y llega a darte compasión y pena. Y el repugnante Bejamin Linus es… brillante. En la complejidad de su rol y de su vida condenada, de sus sentimientos, de su misión en la tierra o en la Isla, de su sentido vital, ha sido uno de mis personajes preferidos. Perverso y frágil. Cruel y decidido. Fiel a sus convicciones y torturado en su interior. Otra vez, un ser miserablemente humano. Y Jack, tan despreciado en su rol de líder -al margen que considero que la actuación de Matthew Fox es más que interesante- termina reflejando en su ser la impotencia humana y la inercia de la vida y la muerte sin obtener ni una puta respuesta a sus preguntas.
Hay fanáticos que han quedado fastidiados por el supuesto happy end de Lost. Hay quienes parecen pedirle a unos creadores de un show televisivo respuestas que ni siquiera le reclaman a sus líderes políticos o religiosos con tanta vehemencia. Y no siempre el cliente tiene la razón. Coincido viendo el final de Lost cuando aparece precisamente en el mercado un libro del filósofo Jesús Mosterín que ofrece una visión crítica sobre la verdadera e inexistente relación históricamente sin comprobar entre las escrituras de los Evangelios y la vida y obra misma de ese tal Jesús de Nazareth. ¿Si nadie reclama la veracidad del Nuevo Testamento, por qué habemos de reclamarle a los guionistas de Lost por varios cabos sueltos en el desenlace final de la serie? Lost es solo tv, aunque se parezca a otras cosas. Para quienes no creemos en casi nada y queremos creer en cualquier cosa, el final de Lost fue emotivo y hasta un alivio. Tiene que haber algo más allá. Por lo menos nuestros seres queridos deberían estar esperándonos. ¿O no?

CINCO
Lost no podía tener un final que nos dejara satisfechos a todos. Además: ¿era lo más importante el final? Probablemente, no. Como con una buena canción. Lo mejor no está en el final. El final fue lo de menos. Incluso puede ser lo peor y no importará. Pero me gusta buscar en mí mismo un explicación más profunda o retorcida a mi adicción y fascinación natural por la serie y lo encuentro en una nota del escritor chileno Alvaro Bisama cuando escribió en la revista Qué pasa en febrero pasado: “Lost siempre trató de padres e hijos. De lo que los padres les hacen a sus hijos. De esos desastres. De hijos a la deriva que son sacrificados y asesinados por sus padres en una isla, pero también a lo largo del mundo. Lost trata de la venganza de los hijos sobre los padres mientras intentan no convertirse en esos monstruos prefigurados por ellos”. Me parece un significativo descubrimiento brillante. Continúa Bisama: “Al final de la quinta temporada un acólito asesina a su dios. Es Abraham rebelándose contra Dios pero también una metáfora brutal –filmada con una fruición algo gore- de cómo un hijo levanta la mano contra la ley injusta del padre, como si en ese gesto de rebelión hubiera una catarsis, una promesa inútil de futuro, de la vida que vendrá”. Re-veo algunos capítulos después de haber leído lo anteriormente escrito por Bisama y me sobrecojo. Allí estoy yo y todos los tipos de padre que soy con mis hijos; los padres que son mi padre conmigo. Eso es Lost para mí.

SEIS
Lost es una historia sobre el amor y el odio, el encuentro y la pérdida, la venganza y el perdón a tus padres. Sobre el paso del tiempo. Sobre deja-vus y muertos vivientes. Sobre el sentido de nuestras vidas en este planeta o donde sea. Sobre la soledad. Sobre la redención. Sobre una mujer que mata a una madre después de dar a luz y le pide perdón. Sobre un hijo que mata a su madre por la espalda y llora. Sobre hermanos gemelos que se odian y sufren. Sobre las preguntas sin respuestas. Sobre la necesidad de creer en lo increíble, en dioses y demonios, en cuentas regresivas y bombas H. Lost es una sobredosis de teleserie inquietante y fastidiosa, una obra perversa y bella sobre las relaciones humanas y sus miserias. Un embrollo sin principio ni fin. Si nunca la vieron podrán seguir sin notar nada raro en sus vidas. Si se atreven ahora, aunque sepan el final, no la podrán dejar después de varias centenas de horas de recorrer un laberinto sin salidas ni respuestas. De eso se trató Lost, también, de buscar lo que no has encontrado aunque no sepas qué es.-

sábado, 29 de mayo de 2010

ANTES DE QUE CUENTE DIEZ

“Puedo escribir y no disimular /es la ventaja de irse haciendo viejo/no tengo nada para impresionar /ni por fuera ni por dentro”. Hace algunos años escribir para mí era un placer. Una escapatoria. Luego fue un trabajo y después un castigo. Ahora vuelvo al comienzo. Convertido en un Dr. Jakyll y Mr Hyde que de ratos, incluso años, supo espantarme a mí mismo, pero que hoy parece estar bajo estricto control médico y espiritual. Queriendo creer que es esta la versión de uno que más apreciaría ser. No siempre, pero sí la mayor parte del tiempo. Lo cual es suficiente. Nunca me quise tanto como para soportarme todo el día. Volver a escribir es como volver a poner rumbo hacia mi esencia -que no sé cuál es- , acercarme, espero lentamente y cada vez más, al final. Sabiendo que ya estoy en la segunda parte del partido y sin alargue. Pero con menos dramatismo y sin presión. ¿De qué escribir y por qué? No lo sé, tal vez sobre seguir cuestionándose todo, porque como alguien escribió en algún muro, cuando encontramos las respuestas, nos cambiaron las preguntas. Y también escribir para disfrutar sin prejuicios , y escribir sin pensar dos veces lo que escribiré. Quiero escribir para encontrar todo lo que perdí y contar todo lo que gané y no me doy cuenta. Para tratar de disimular que soy un ermitaño, un mercenario sensible, un hipócrita idealista, una estadística anónima, otro más que está solo frente al papel en blanco o frente a todo lo que nos rodea. Que no sólo corre por llegar a sus resultados en el trabajo o para darle de comer a sus hijos. Para, como buen ateo que busca ser agnóstico y que desearía un motivo para ceer en un más allá mejor, hablando con uno mismo tal vez algún día pueda hablar con algún dios... No sé donde se me torció el camino y dejé de escribir para volver ahora. Siento que no tengo el tiempo suficiente como para intentar descubrirlo ya. Sigo escuchando la misma canción con la que abrí este blog, estas columnas, este diario que solo prometo intentar no abandonar. Sólo intentarlo. “Me perdí en un cruce de palabras / me anotaron mal la dirección / Ya grabé mi nombre en una bala / ya probé la carne de cañón.” Aquí vamos otra vez.