viernes, 16 de marzo de 2012

ELENA, NICOLAS Y PAUL


Para tirar por tierra aquella teoría de que madre hay una sola, mi padre que sí es único y entre muchas gracias, también es bastante original, me dio claramente sin proponérselo conscientemente y golpeado por los navajazos de la vida, varias madres. Una de ellas fue Elena, que además de unos hermosos ojos grandotes y verdes, poseía un privilegiado talento para cantar con una afinación maravillosa las canciones de los Beatles. Elena, por sobre todos, adoraba a George. Gracias a ella escuché hasta memorizar “Abbey Road” o “With The Beatles”. Como yo no llevaba su sangre, absorbí de ella, entre otras virtudes y defectos de carácter privado, su tozudez y el amor por la música, especialmente, por los Beatles. Obviamente, durante mi adolescencia dediqué todo el tiempo posible en hacerle sentir que los Stones eran mejores que los de Liverpool, apreciación tan válida como infantil e inútil. Ella hacía caso omiso de dicha agresión sistematizada que, por cierto, abandoné con el correr de los años, no por considerarla falsa, sino, tan solo, innecesaria. Era preferible pelearse y amarse, discutir y reencontrarse por otros temas más terrenales, como así lo hicimos hasta que el cáncer la consumió en el Hospital del Mar, frente a la aguas de Barcelona, a comienzo de una primavera catalana, hace ya diez años.

En toda mi carrera y sus diferentes matices, vinculado siempre a la música de alguna manera u otra, me he preguntado sobre la utilidad de la misma. La de la música, digo, no la de mi carrera. La segunda, está claro, sólo ha servido a efectos prácticos, a la supervivencia y la adquisición de (escasos) bienes materiales perecibles y algunos de ellos heredables y útiles. La música, al margen del ejercicio económico que su intercambio comercial en diferentes variables implica de beneficioso para sus mercaderes de turno (autores, intérpretes, medios de comunicación, productores de eventos, sellos discográficos, y todo tipo de intermediarios), cumple la invalorable función intangible de llenarnos el vacío que deja la pena, acompañarnos en el goce del placer, coronar la luminosidad de ese fugaz momento de felicidad. En los vértices de los estados de ánimo, siempre he tenido una canción junto a mí. Y Elena me ayudó a conocer muchas de ellas, entre tantas, esas melodías firmadas por McCartney, Lennon y sus compinches.

Si hablamos de oportunidad y de música, Nicolás llegó a mi vida sonando como “Here Comes the Sun” y aportando, sin proponérselo, un sentido útil a la vida de su padre, tan proclive a aburrirse y perderse en sus laberintos interiores sin caminos de retorno, grisáceos, pantanosos, nihilistas. Incluso antes de nacer, Nicolás, que era como una astronauta en miniatura que nadaba en la panza de su madre -jugando con la burbujas, galopando en búsqueda del ombligo materno, flotando en la calidez de ese espacio entre las costillas y el estómago de su mamá, protegido de todo- ya bailaba nuestras canciones. Cada día que pasa y que lo veo crecer, me convenzo de que lo mejor que pude haber aportado a esta vida hasta ahora es cuidar de él y de su hermana. Luchar para que disfruten, mientras puedan, del placer de no tener que entender del todo lo que ocurre a su alrededor. Con su abuela viviendo a miles de kilómetros y muy enferma, haber tenido la diminuta posibilidad de hacer posible que compartieran dulces, juegos, abrazos, besos, gestos, paseos en la plaza y canciones durante algunas semanas fue mi mayor consuelo ante la agonía de Elena. Después de aquel encuentro entre abuela y nieto que duró cinco semanas, ella se dejó llevar y murió un mes y medio más tarde, con sus auriculares puestos, rodeada de enfermeras que iban y venían entre muertes y nacimientos, entre cables de suero y agujas. Murió con el chat abierto, con el tiempo congelado en su memoria y con una imagen de Nicolás, su nieto, bailando “Come together”.

Hace un año estuve con Nicolás en el Estadio Nacional viendo a Paul Mc Cartney, ese señor que tiene la edad de mi padre. Un show impecable del cual muchos hablaron y hablarán más y mejor que un humilde servidor. Eso sí, mientras lo escuchaba me daba cuenta que nuestras vidas han seguido rodando a la par de sus canciones en vivo, y durante todos estos años he seguido sin encontrar consuelo a mis muertes jóvenes ni en dioses, ni en científicos, ni en filósofos. Pero aquella noche de mayo, cuando sonaba “A Day in a Life” o “Hey Jude” en clave karaoke masivo dirigido por Paul bajo un cielo de celulares encendidos, parecía como si el universo hubiese girado en torno a mis fantasmas personales y en una visión redentora y brillante aparecieron, juntos y cantando abrazados para mí: Elena y Paul y Nicolás. Fue un flash emocional tan luminoso que mereció ser real. Aunque no importe la certeza de la realidad en estos casos, me quedó flotando un profunda sensación de felicidad. Esa felicidad en estado puro y fugaz que va y viene. Esa felicidad que, como tantos, persigo hace más de cuarenta y cuatro años. Esa felicidad que cada vez que la alcanzamos, se nos vuelve a escapar. Y tenemos que volver a empezar.-