viernes, 22 de abril de 2011

Viernes Santo, LOS HUESOS DE LOS BESOS

Soy realmente tonto, pero me acabo de dar cuenta de algo. Y no gracias a mi talento, sino porque un anciano conversador que esta mañana viajaba junto a mí así me lo hizo ver. Estábamos en la esquina del vagón del metro camino a mi trabajo y juntos, tras su ánimo investigador, lo descubrí. Al llegar a la estación Baquedano, donde Santiago se parte en dos según afirman los sociólogos de café, una mujer le dió un beso bien húmedo a un hombrón, miró su reloj y desapareció por la puerta sin mirar atrás. El la despidió con una sonrisa que ella nunca respondió. Dos paradas más tarde, subió una señora que conocía a ese mismo hombre y lo saludó con un beso en la mejilla. Un beso sobre otro. Entonces el anciano me hizo ver acerca de la estúpida estadística que hoy desvelo: hay demasiados besos para tan pocas personas. Y si bien lo políticamente correcto sería decir que eso está bien, no me parece aquello, insistió el viejo. Tanto beso repartido y tanto dolor. Tanto beso esparcido y tanta guerra. Tanto beso otorgado es sinónimo de harta hipocresía. Definitivamente, pensé, no existe una proporcionalidad correcta entre los besos y el amor; los besos y el respeto; los besos y el placer; los besos y la felicidad. Y la culpa, como dice la canción, es porque los besos no tienen huesos. O porque los huesos de los besos no existen. Y, entonces, la aparentemente inofensiva acción de besar no deja huellas. Es impune. No deja rastros. No deja pistas. Solo marcas emocionales. Nada enjuiciable al momento de rendir cuentas. Si es verdad que la imperdurable voluntad destructiva de la especie humana tiene alguna posibilidad de revertirse, no lo vamos a solucionar simplemente con un besito más, se despidió el viejito en la estación Manuel Montt. Parecía agregar a la distancia: no estoy diciendo con esto que los golpes sean mejores que los besos ni que cambiemos caricias por patadas. Pero piénselo. No confiemos en todos los besos del mundo. Al menos sabemos qué esperar de aquel que nos dio un golpe doloroso. ¿Sucede lo mismo con quien nos acaba de besar? ¿Cuál es la estrategia final de los besos perdidos? Si ese beso que inauguró aquel amor o sezgó tantas vidas, hubiera dejado un testamento óseo, tal vez el forense encargado de investigar el caso, los crímenes del desamor, y tantas otros dilemas, podría resolver algo. Es verdad que otros dejan miles de pruebas tras sus fechorías y nadie los castiga. Pero ese es un problema de la Justicia, no de los besos o de las patadas. Sin embargo, ahí están sus marcas. A la vista de todos, aunque no sean juzgadas ni castigadas. Con los besos uno nunca sabe en quién confiar, entre otras razones, porque los huesos de los besos no existen. Y así los ósculos pululan impunes y multiplicándose. Y hay tantos y de tantas especies. Los que te dan la vida y los de la despedida. Los que te dan asco o placer infinito; los de los dientes sucios y los de lengua; los calientes, los secos o los jugosos; los que tienen sabor a tabaco, a menta, a cerezas, a cerveza, a chocolate, a mierda, a huevo podrido… Como hay tantos besos como balas, hay más besos que personas y hay más besos que golpes y todo sigue igual de mal o peor en este mundo, no es de extrañar que a alguien se le ocurra prohibir los besos arguyendo que, al menos, el odio es más simple que el amor, una buena zurra más concluyente que un besazo profundo. No promulgo eso, aclaro. Solo que los besos no son tan santos como un hippie de la nueva era lo reclamaría mientras aplaude a McCartney en su butaca de quinientos dólares. Y cuidado, porque ya sabemos que el odio es sabio y viejo zorro; responde hábilmente a cualquier estímulo sin demasiado raciocinio de por medio y sin preguntar por qué existe, zás!… te deja su marca. Su hueso. Su huella del crímen. A todo esto, con los besos, tratar de descubrir cuáles de ellos son los buenos y cuales los malos es cada día más difícil. Mientras tanto, el odio se camufla de ajuste fiscal o de política de estado; de teoría económica o de ajuste de personal; de tortura y de abrazo fraterno; y hasta de amor incondicional. El odio incluso se disfraza como el mejor beso del mundo. Un beso lleno de odio. Como el peor beso de entre todos los besos: el beso traidor. Sino, en este viernes santo, pregúntenle a Jesús por ese tal Judas y su último beso. El beso más famoso de los últimos dos mil años.-